A pesar de todo esta noche me siento amable, espero que usted lo descubra a través de mi escritura, y si así no lo hace se lo advierto explícitamente.
Desde que era chica Baxus me molestaba, y aunque pasaba momentos maravillosos en ese lugar bidimensional, siempre pensé que cualquier otro sería mejor, me equivoqué. Cuando finalicé la primera década de mi vida las ganas de irme eran apremiantes, pero debía encontrar la manera de salir de allí. No tenía dinero, ni siquiera la edad suficiente para hacer cualquier cosa, pero tenía una imaginación que superaba todas las limitaciones materiales que pudiera encontrar.
En esa época los fetichismos religiosos estimulaban (mis después habituales) fanatismos. La obsesión por la vida religiosa, con la que convivía de modo cotidiano en el Instituto, había llenado mi corazón de posibles salidas de emergencia. Aunque nunca supe tener fe, los rituales y las actitudes de esa extraña gente opacaban el descrédito que todo dogma se merece.
Recuerdo que una de esas tardes de invierno que elegía quedarme en el colegio, jugando o haciendo cualquier otra cosa, una gran tormenta comenzó a soplar desde el mar, el cielo se oscureció y el viento parecía gritar de dolor. Nunca se lo comenté pero las tormentas siempre me dieron la sensación que traían fantasmas del pasado, siempre le temí, y aún hoy les temo.
Ante la desesperación frente a la oscuridad y las lúgubres voces del más allá corrí hasta la Iglesia y entré sin dudarlo. Allí tampoco había luz, tan solo una pequeña llama que advertía la presencia de no se quien (falté a esa clase de catequesis). Sin embargo para mí ese lugar estaba lleno de gente, gente que me miraba y que me seguía adonde me moviera, gente que respiraba y que se sacudía, algunos susurraban y otros gritaban, unos caminaban despacio con las manos juntas y otros corrían haciendo ademanes bruscos con las manos sobre la cabeza.
Por mi parte me sentía completamente acompañada por el salmo que alguien tocaba en una vieja guitarra, y si mi conciencia había decidido abandonarme por temor, mi corazón latía más fuerte que nunca, pues había descubierto la manera de salir del pueblo. La solución era entrar más profundo en las entrañas de Baxus, en su gente del presente, pero también en las personas del pasado. Caminar hasta el centro y cuando el paisaje se hace homogéneo detenerse y saludar a todos los parroquianos, sentarse a su lado y beber lo que me sirvieran. Comencé a acudir a diario a la Iglesia.
La solución que vislumbré a los diez años fue tan delgada que sólo me condujo a una vida más miserable aún. Todos pensaron que quería unirme a la Sagrada Congregación de los Hermanos de no se que pueblo italiano. Y mientras mis compañeros se burlaban sin remedio, los directivos de la escuela se regocijaban en la idea de que un nuevo socio se uniera a un club que cada vez tiene menos adeptos. Yo, ingenuamente, es verdad, sólo buscaba alejarme los más posible de ese lugar que odiaba y lo único que hacía era enterrarme profundamente en las calles arenosas de un pueblo viciado que habitaba dentro mío.
Desde que era chica Baxus me molestaba, y aunque pasaba momentos maravillosos en ese lugar bidimensional, siempre pensé que cualquier otro sería mejor, me equivoqué. Cuando finalicé la primera década de mi vida las ganas de irme eran apremiantes, pero debía encontrar la manera de salir de allí. No tenía dinero, ni siquiera la edad suficiente para hacer cualquier cosa, pero tenía una imaginación que superaba todas las limitaciones materiales que pudiera encontrar.
En esa época los fetichismos religiosos estimulaban (mis después habituales) fanatismos. La obsesión por la vida religiosa, con la que convivía de modo cotidiano en el Instituto, había llenado mi corazón de posibles salidas de emergencia. Aunque nunca supe tener fe, los rituales y las actitudes de esa extraña gente opacaban el descrédito que todo dogma se merece.
Recuerdo que una de esas tardes de invierno que elegía quedarme en el colegio, jugando o haciendo cualquier otra cosa, una gran tormenta comenzó a soplar desde el mar, el cielo se oscureció y el viento parecía gritar de dolor. Nunca se lo comenté pero las tormentas siempre me dieron la sensación que traían fantasmas del pasado, siempre le temí, y aún hoy les temo.
Ante la desesperación frente a la oscuridad y las lúgubres voces del más allá corrí hasta la Iglesia y entré sin dudarlo. Allí tampoco había luz, tan solo una pequeña llama que advertía la presencia de no se quien (falté a esa clase de catequesis). Sin embargo para mí ese lugar estaba lleno de gente, gente que me miraba y que me seguía adonde me moviera, gente que respiraba y que se sacudía, algunos susurraban y otros gritaban, unos caminaban despacio con las manos juntas y otros corrían haciendo ademanes bruscos con las manos sobre la cabeza.
Por mi parte me sentía completamente acompañada por el salmo que alguien tocaba en una vieja guitarra, y si mi conciencia había decidido abandonarme por temor, mi corazón latía más fuerte que nunca, pues había descubierto la manera de salir del pueblo. La solución era entrar más profundo en las entrañas de Baxus, en su gente del presente, pero también en las personas del pasado. Caminar hasta el centro y cuando el paisaje se hace homogéneo detenerse y saludar a todos los parroquianos, sentarse a su lado y beber lo que me sirvieran. Comencé a acudir a diario a la Iglesia.
La solución que vislumbré a los diez años fue tan delgada que sólo me condujo a una vida más miserable aún. Todos pensaron que quería unirme a la Sagrada Congregación de los Hermanos de no se que pueblo italiano. Y mientras mis compañeros se burlaban sin remedio, los directivos de la escuela se regocijaban en la idea de que un nuevo socio se uniera a un club que cada vez tiene menos adeptos. Yo, ingenuamente, es verdad, sólo buscaba alejarme los más posible de ese lugar que odiaba y lo único que hacía era enterrarme profundamente en las calles arenosas de un pueblo viciado que habitaba dentro mío.

2 comentarios:
Yo también siempre estuve buscando eso que aún no sé, siempre escapando, saliendo y entrando... Me fui de casa varias veces (sin motivos aparentes), viví en otros países, y los demonios que me forman, no desaparecen.
Esa es la idea, no importa adonde te vayas o adonde te metas, lo que nos pasa viaja con nosotros. Moraleja: uno tiene que tratar de estar mejor y no escaparse con la ilusión de que en otro lado las cosas van a ser diferentes.
Saludos.
Publicar un comentario