Colectivo.

Usted comprenderá, porque yo conozco sus inmensas capacidades que, deambulando a velocidades constantes, generalmente, no notamos la continuidad del andar, se da cuenta?. Sin embargo, la mayoría de las veces, algún parpadeo de ojos, significativo, nos deja parados frente a la extraña situación de encontrarnos a millares de años luz de la largada. Varios individuos éramos los que ocupábamos el reducido colectivo color rojo. La intensidad del aire a mi alrededor era de color gris. Los niños corrían nerviosamente por el pasillo mientras golpeaban mi brazo con sus pequeñas cabecitas.
La noche olía a mariposas, la ventanilla se empañaba de cuando en cuando o mi vista quizá. Y el parpadeo finalmente se produjo, no se si comprende lo que quiero decirle, ese hecho que nos deja congelados porque nos hace pensar profundamente en nosotros mismo más allá de lo que realmente ocurre en el frío exterior. La ancha calle empedrada me sometía a un cadencioso e insoportable traqueteo. Lo sorprendente era aquella mujer parada en una oscura esquina. Un largo tapado color negro cubría su delgado cuerpo pálido de cartulina. Se notaba, a través del contorno de su ropa, la necesidad de un rostro, puesto que parecía no poseer uno. La miré por eternos minutos tratando de desentrañar el misterio de una identidad escurridiza escondida tras un aspecto de insolencia casi descarada. De pronto, sin intención alguna, esa luz pequeña volvió a torturarme desde la estrechez de un retrato en una lejana casa de la vuelta. El colectivo, al igual que los individuos me hablaron de una tierra lejana, abarrotada de ingenuos seres extraños que deseaban una vida más literal. Pero la mujer seguía estaqueada en la esquina, y su rostro, todavía, me negaba su presencia, aunque ahora lo escondía bajo un gran sombrero de un ala de dimensiones insaciables.
Creo que, finalmente, olvidé a donde me dirigía, y aunque suele sucederme me asusté. El asiento del vehículo comunitario devino en el perfecto albergue de una persona demasiado cansada de la sutil puesta en práctica de la vida. Sostengo, nuevamente y con la esperanza de que me vaya conociendo, que soy un tanto incapaz de apropiarme de mi humilde porción de esencia y tratarla con la dignidad que ella se merece. Envidio a la mujer que sigue parada en aquella esquina oscura, porque a pesar del cotillón que la resguarda, la realidad en la que se desenvuelve es sumamente terrenal. Y, a aquel hombre que paró lentamente su auto para levantarla le entregó todo lo que podía darle. Ni más ni menos. Compartió hasta el último suspiro de autenticidad que le quedaba guardado en sus pulmones, pues que le importa ya quedarse sin aliento si esa esquina y cada noche la esperarán pacientemente.
Por qué debía, entonces, importarme a mí aquel despojo de humanidad que parecía ser una estrella, o la delgada muñeca de un chofer demasiado joven. Y qué de la anciana que no seré, y de la respuesta que no tendré. Nada de eso era realmente importante porque la mujer sin rostro ya subió a aquel auto negro, ya pautó las reglas de un juego tan digno como intrascendente. Ya desnudó su alma frente al extraño hombre que la mira con exagerada expectativa. Ya volvió a una esquina.
Y yo continúo viajando en el colectivo tratando de buscar la puerta de emergencia, con la sensual idea de abortar la misión encomendada por un capitán desconocido, que según me comentaron en algún otro colectivo, lleva un impecable traje color blanco y empuña en su mano derecha un libro y en su mano izquierda la necesidad ser finito, al igual que yo y espero que usted también.

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