El viejo se sentaba todas las mañanas en el mismo banco. El ritual se repetía con asombrosa monotonía sin importar las condiciones climáticas. Vestía un saco con tres botones color marrón y un pantalón gris manchado por la pereza. Llegaba a la estación siempre a la misma hora, las ocho de la mañana, desabrochaba con elegancia los tres botones del ambo y se depositaba en el soberbio trono mientras cruzaba sus delgadas piernas en el aire, encendía un cigarrillo que extraía de una vieja cigarrera y pitaba con asombrosa paciencia. A veces parecía seguir con la mirada a algún pasajero impaciente, pero la mayoría del tiempo no miraba hacia ningún lado, o creo que observaba su propio interior, su propio pasado que se dibujaba en las columnas que sostenía el precario techo de chapa azul. Y aunque el traqueteo del tren llegando parecía sacarlo del letargo, era tan solo un acto reflejo. Las cinco de la tarde era el momento de retirarse. Se levantaba muy despacio, volvía a abrochar con cariño los respectivos botones, pasaba su mano derecha por ambos lados de su cabeza asentando el cabello engominado que el viento había alborotado y caminaba sin apuro hacia la salida, ganaba la avenida principal y se perdía con las manos en los bolsillos.
La postura corporal que adquiere un hombre suele contarnos sobre la vida que ha llevado. La profunda curvatura de la espalda nos deja ver una cabeza que ha pasado, la mayor parte del tiempo, inclinada hacia abajo. Probablemente esos ojos miraron más el piso que los otros rostros. Y no es lo mismo si las manos cuelgan continuamente a los lados del cuerpo, que si se encuentran fuertemente aprisionadas contra el pecho. El viejo hablaba, pero no emitía sonido.
Todos lo conocíamos, pero nadie indaga en sus motivos. Estaba allí, era parte de la estación, era parte de nuestras vidas. Las chusmas contaban miles de cosas al respecto, nadie las creía. Muchas veces pasa que determinadas historias, que fueron verdaderas en algún momento, sedimentan en el imaginario de una comunidad y mutan y se transforman, se expanden y se contraen, crecen hasta el infinito o se reducen a un conjunto de palabras dichas al pasar en cualquier punto estratégico de los edificios tradicionales.
Una vez un joven poeta, romántico y soñador, había intentando arrancarle alguna palabra, sin embargo, y a pesar de perder horas enteras sentado junto al viejo demostrándole su original sensibilidad y su profunda comprensión de un mundo que no es para todos, nunca logró escucharle la voz. Vencido y desilusionado porque la revolución propuesta en los libros que había leído se le hacía muy dura, se retiró de los menesteres de la escritura y se dedicó a cualquier otra cosa.
Todos lo conocíamos, pero nadie indaga en sus motivos. Estaba allí, era parte de la estación, era parte de nuestras vidas. Las chusmas contaban miles de cosas al respecto, nadie las creía. Muchas veces pasa que determinadas historias, que fueron verdaderas en algún momento, sedimentan en el imaginario de una comunidad y mutan y se transforman, se expanden y se contraen, crecen hasta el infinito o se reducen a un conjunto de palabras dichas al pasar en cualquier punto estratégico de los edificios tradicionales.
Una vez un joven poeta, romántico y soñador, había intentando arrancarle alguna palabra, sin embargo, y a pesar de perder horas enteras sentado junto al viejo demostrándole su original sensibilidad y su profunda comprensión de un mundo que no es para todos, nunca logró escucharle la voz. Vencido y desilusionado porque la revolución propuesta en los libros que había leído se le hacía muy dura, se retiró de los menesteres de la escritura y se dedicó a cualquier otra cosa.

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