El Señor.

Vuelvo, una vez más, a pedirle disculpas por la discontinuidad de mi relato, simplemente no puedo evitarlo. Hoy he decidido contarle una historia, no se cuanto tiene de real o de ficticia, ni se tampoco cuanto se relaciona con mi estado actual, pero usted sabe que me gusta escribirle y de alguna manera describirme a mi misma a través de estas páginas. Déjeme creer que es la manera que tengo de expiar mis culpas, al igual que San Pedro que por haber negado a Jesucristo tres veces antes del amanecer, se consagró a construir uno de los imperios más poderosos de la historia. Por supuesto, mi contribución es mucho más humilde, aunque no más limpia, sólo pretendo que usted me conozca y se conozca antes de continuar caminando hacia el vehemente torbellino de la vida en sociedad, y de esta manera ilusionarme con la idea de vencer la intrascendencia, de domesticar a la muerte y de ganarle al olvido.


“En cuanto mi tren se detuvo en la estación de Badén, en cuanto me apeé del vagón con ciertas dificultades, el encanto de Badén se dejó sentir.” (1)


No era ésta la frase más célebre de Hesse, sin embargo, él disfrutaba leyéndola porque así comenzaba el libro, y simplemente amaba con pasión los comienzos, pues estaban llenos de posibilidades. Lentamente lo nuevo pasaba a ser conocido, y después se convertía en viejo y agotador, pero al principio los caminos eran infinitos, y los no caminos también. Todo podía pasar, pero había cosas que nunca iban a pasar, y lo maravilloso de esa sensación era que él no conocía el desenlace. Amaba los comienzos. Siempre estaba empezando, un libro, una relación, un proyecto laboral, una carrera universitaria o simplemente un nuevo paquete de cigarrillos. Debo reconocer que a mi también me llenan de un brillante optimismo los primeros momentos de cualquier cosa, después todo se oscurece, el miedo pasa y la ilusión se desvanece.
Llamémosle El Señor, ya que tengo serias limitaciones a la hora de inventar nombres de fantasía, siento que es una manera de dar vida a una persona de mentira, o de verdad lo cual es aún mucho peor.
El Señor había construido un mundo, su mundo. En este nuevo mundo había continentes y océanos, muchas montañas, pero también planicies. Había países, y por supuesto, ciudades. Es más, por cada habitante había una ciudad. Cada ciudad medía aproximadamente veinte metros cuadrados. Dicho habitante desempeñaba tanto los papeles administrativos, como legales, y sin dudas gozaba de sus derechos como ciudadano. Había, entonces, ciudades más viejas y ciudades más nuevas. Cada vez que un “ciudante” moría se lo enterraba en el territorio correspondiente, y éste volvía al “Registro Nacional Contributario de las Ciudades Unidas” donde sería asignado a un nuevo ciudadano que la gobernaría con pura y exquisita tiranía de primera mano. Ahora bien, dichas ciudades conformaban un país cuyo Presidente era elegido al azar en un bar distinto cada vez, puesto que como era un sistema de auto – gobernación la figura del Presidente era netamente de corte burocrático, aunque a veces surgían conflictos.
Por ejemplo, en una época más o menos remota llegaron al país una enorme cantidad de inmigrantes desde distintas partes del nuevo mundo. Estos hombres y mujeres se sentían atraídos por la abundancia de ciudades disponibles. Sin embargo, en poco tiempo, la superficie del país no era suficiente para albergar a tantos “ciudantes”. El problema era que el diseño del extraño sistema no permitía, de ninguna manera, que cada persona no gozara plenamente de sus veinte metros cuadrados. Los inconvenientes que esto generó no pueden ser relatados aquí, y tampoco es mi intención. No obstante, no puedo dejar de comentar con usted un hecho más que sorprendente: el ofrecimiento público de Revoluciones hechas a medida.
Uno podía caminar libremente por las ciudades ajenas, pero además existían lugares comunes a todos, éstos eran administrados por todos los ciudantes afiliados al “Centro Público de Administración de las Ciudades Unidas” (CPACU), para ser socio sólo había que contribuir con un pequeño tributo. Es estos lugares comunes se congregaban algunas personas conocidas como “bushies”, los cuales parados en el rincón más oscuro de la calle más turbia vociferaban: revoluciones, revoluciones. Ahora bien, quien estaba dispuesto a llevar a cabo la transacción se acercaba con cara de “yo soy el dueño orgulloso de mi ciudad” y le hacía un gesto con la cabeza que indicaba que estaba dispuesto a pagar por su Revolución personalizada. Una vez acordados los términos del contrato, el extranjero que pretendía convertirse en “ciudante” se retiraba satisfecho con la certeza de que al día siguiente el monarca absoluto de alguna ciudad sería depuesto de sus funciones por una auto-revolución inconciente confeccionada a la medida de las necesidades particulares.
El Señor jugaba con la posibilidad de diseñar cualquier hecho que ocurría en su mundo, el problema es que éste se independizó demasiado pronto de sus imaginerías y comenzó a tomar decisiones más allá de lo que El Señor pudo pensar jamás. El mundo existía a pesar de él. Y nosotros existimos a pesar de las ideas.


(1) HESSE, H. “En el balneario”. Bruguera. España. 1979.

1 comentarios:

Chanina dijo...

Excelente! como siempre....
Tenemos que charlar sobre los comentarios porque le verdad asustan!

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